10.27.2009

Lo que opina un espectador...


Inscripta en la temática de la tradición inmigratoria, Stéfano va al hueso de nuestra identidad y desnuda con intensa crueldad y no menos intensa ternura las claves de los personajes que somos.

Discépolo (Armando, hermano de Enrique de Enrique Santos, Discepolín, el de Cambalache) convoca para este grotesco, a Giusseppe Verdi, patronímico de la Ópera, que en ese escenario cultural opera a modo de fondo emocional, como persistente reminiscencia a la promesa que hizo Stéfano (Raúl Kreig) a su padre Don Alfonso de llegar a ser un gran músico, célebre como Verdi. La Ópera, entonces, como género identitario, sin sonar, está omnipresente en el juego dramático que los actores urden con devoción.

¿Con qué otra palabra que esta última sintetizar lo que se transmite desde ese ruedo de pasiones crudas en que se transforma la sala de “La Juana” al irse develando la saga de Stéfano, ese inconfundible inmigrante italiano frustrado en su sueño de músico como podría serlo de tantos otros sueños desembarcados en el puerto de las promesas?

Todo es a lo tano, a la desmesura, a lo sanguíneo; demostrativo, exagerado, gestualmente desorbitado.

En esos términos los roles exhiben impiadosamente su cuota de impotencia.

Esposa (Marina Vázquez) con Edipo no resuelto hacia el hijo poeta, con el que se deshace en atenciones y quien le pone límites; edipo simétrico al de Stéfano con la hija Ñeca (Vanina Monasterolo) culposa incontinente y exorbitado pozo de lágrimas; padres de Stéfano, don Alfonso (Claudio Paz) y María Rosa (Cristina Pagnanelli) en contrapunto de mutuos reproches y complicidades que apuntan a la insidia descarnada de los viejos.

Todos demandantes de una deuda incumplida, la de Stéfano, que la carga sobre sus espaldas de andar encorvado y se revela vociferando lo suyo a una turba sin capacidad de escucha.

Con dos excepciones: Radamés (personaje principal de Aída de Verdi) el hijo discapacitado, (a cargo de Camilo Céspedes) que conmueve hasta la ternura en su inocencia diríase próxima a la lucidez, el que en medio de febriles estertores tiene un sueño rutilante donde el padre escribe finalmente l’ Ópera, y Esteban (Sergio Abbate), el homónimo del nombre y homólogo del sentir de su padre, que ve y relata desde afuera, pero está comprometido con él en su desvelo de poeta, y que, de alguna manera, parece actuar como un emisario de lo que se avecina.

Finalmente, Pastore, (Rubén Von der Thüsen) el amigo colega que aparece como catalizador del drama, el que, forzado por los reproches de Stéfano, precipita el desenlace al ponerlo, con dolido pesar, ante la evidencia ya irrefutable del fracaso.

Stéfano ya había confesado que, a modo de augures, venía padeciendo la contrariedad de descubrir su confusión entre lo propio y lo ajeno. A fuerza de demandas, le han escamoteado la identidad. La melodía que tarareaba como inspiración suya pertenecía a la Inconclusa de Schubert. A la asfixia material se le suma la artística, y, a través de la intervención de Pastore y su conciencia culposa por haberse quedado con el cargo vacante de Stéfano, despedido de la orquesta, se transparenta el colapso entre la realidad y aquel sueño promisorio de inmigrante. Como corolario queda el derrumbe.

Lo notable de la puesta es que en ningún momento decae el rigor oprimente que signa a cada personaje. Y como esa carga opresiva de destino se juega al límite, -en los bordes, en zona de peligro-, en el límite paroxístico aparece el humor, casi como reflejo de lo descarnado. Esto es precisamente el sello del grotesco. La risa del espectador ante ciertas situaciones es la risa irremediable del desborde. Y su creciente emoción ante lo que ocurre, confirma la sospecha de que no es tan nítida la línea trazada entre el espectador y actor. A través de Stéfano, ambos presencian la dolorosa urdimbre de su trama identitaria.

Podría parecer paradójico que la respuesta unánime del público sea un íntimo “gracias”, dada la implacable tensión de lo que sucede. Pero la paradoja se explica en la catarsis, ya que todos llevamos un Stéfano con el que la devoción de estos artistas nos ha contactado. Y si hemos de creer que “el suelo donde yacemos caídos es el mismo que nos permite levantarnos”, hagamos honor al proverbio árabe agradeciendo a estos actores, a sus directores (Carlos Falco y Verónica Bucci) y a todos los involucrados en el trabajo, que por ponernos ante lo que nos une al dolor del personaje, nos estén posibilitando su redención.

Héctor Martín Roger.